El cuadro
- Paula Uncal
- 31 mar 2022
- 5 Min. de lectura
Me mudé al departamento hace un mes. Tuve que limpiarlo por completo, tirar la ropa apolillada del dueño y la mayoría de sus pertenencias. Su hija quería deshacerse de él; me contó que su papá había muerto allí mismo mientras dormía. Aunque su estrategia de venta no era la mejor, era barato y enseguida acepté. El departamento era pequeño: una habitación con baño, cocina y comedor y un ventanal que daba a una calle rodeada de árboles.
Supe el nombre de su anterior dueño por algunas facturas viejas y por el cuadro colgado en la pared de su habitación: Francisco Sotini. Su caligrafía era cuidada y firme, parecía demostrar gran seguridad en su pintura. Era un autorretrato, él se encontraba sentado en un sillón de mimbre con sus pies apoyados en el piso de madera, pantalones negros y camisa blanca. Podía notarse su elegancia, aunque no en su cabeza, sus pelos eran un lío. De fondo se veía un bosque mullido y el cielo de un día de verano.
Días después de mudarme, todo relucía y olía a limpio. Guardé algunas cajas con cartas y cosas que me generaban curiosidad. El cuadro se quedó en su lugar. Cada vez que lo contemplaba me transportaba a los veranos en el campo de mi abuelo Chiche, donde todo era aventura y carcajadas. No compartía la elegancia de Francisco, pero sí su pelo totalmente blanco y despeinado. Mi hermano se la pasaba armando bombuchas para dispararnos ni bien nos encontraba; su habilidad para esconderse era casi nula porque con su tamaño cualquier árbol lo delataba, pero nos hacíamos los sorprendidos cada vez que nos pegaba. El abuelo ya no está y mi hermano ahora se esconde detrás de un aburrido escritorio.
Semanas después, un gatito apareció en el ventanal una noche de tormenta, sólo lo distinguí por los destellos del cielo. Desde esa noche nunca más dormí sola. Cada vez que volvía a casa estaba en la puerta esperando a mis piernas para refregarse y maullar sin parar. Cuando salía sólo pensaba en volver. Compré un collar verde e hice que en la chapita escribieran Lilo.
Una tarde vi que observaba con atención el cuadro de Francisco. Estaba sentado en el borde derecho de la cama y se enfrentaba a él con perfecta concentración, tanto que ni siquiera respondió a mi mano detrás de sus orejas. Me senté junto a él y contemplamos la pintura juntos. Allí estaba Francisco con sus pelos blancos despeinados, su pantalón negro y su camisa verde claro. Una de sus piernas sobre la otra, como despreocupado. El sol era radiante.
Me distrajo el ronroneo de Lilo, había salido del trance antes que yo y pedía por mi mano detrás de sus orejas. Le dejé la comida en su plato verde y me acosté temprano. Soñé con sillones de mimbre y días soleados en el campo.
Cuando se cumplió un mes de la mudanza, decidí investigar las cajas que había guardado de Francisco mientras Lilo ronroneaba alrededor. Encontré un cuaderno que parecía ser un diario, las últimas fechas no eran lejanas. Aunque podía dar la sensación de un orden impecable, era caótico. No tenía ningún sentido. Algunas oraciones hablaban sobre un campo, un bosque y una silla de mimbre. La pintura. “Lo lograré”, “Viviré allí para siempre”, eran algunas frases que se repetían, subrayadas varias veces. Miré a Lilo, que estaba parado sobre la cama, su mirada apuntaba a la pintura, pero esa vez no la contemplé junto a él, el tiempo se desvanecía. Esa tarde vendría la hija de Francisco a traerme los papeles del departamento.
Cuando llegó, la noté nerviosa. Me dijo que todo estaba en orden y que el departamento era mío. Le pregunté si quería las cajas que había guardado de su padre y la pintura, pero con cara aterrada me contestó que no, que para ella su papá había muerto mucho antes.
—¿Estaban peleados?
—Al principio no. Después empezó a obsesionarse con un libro de pintura que encontró en una biblioteca en uno de sus viajes, a pesar de que nunca había pintado antes, no lo sé. Empezó a pintar y a pintar, nada lo hacía feliz. Todos los días pintaba varios cuadros, cuando yo venía a visitarlo veía en la calle pilas de ellos. Se había vuelto loco. Dejé de venir y ni siquiera se preocupó.
Siguió contándome lo mal que se sentía porque había dejado de venir y porque había muerto completamente solo. Le dije palabras que no sentía y nos despedimos. Mi cabeza no podía dejar de pensar en la obsesión de Francisco por la pintura y en su diario, reflejo de su locura. Volví a la pieza a seguir leyéndolo y noté que Lilo no se movía desde hace varias horas, parecía hipnotizado por la pintura. Dije su nombre, lo acaricié y nada. Miré la pintura y me dio la sensación de que algo raro tenía, pero no descifré qué era. Lilo salió del trance unos minutos después y fue directo a su plato.
Cuando me desperté al día siguiente, no encontré a Lilo por ningún rincón del departamento y el ventanal estaba cerrado. La pequeña ventana del baño estaba entreabierta, pero casi nunca salía por ahí a dar sus paseos. A la tarde tampoco volvió. Me puse a leer el diario para distraerme y me encontré con las mismas frases una y otra vez: “Estoy cerca”, “Lo lograré” y una en especial llamó mi atención: “Cuando lo consiga, eludiré a la muerte”. Su hija tenía razón.
Observé el cuadro y noté lo que me había llamado la atención el día anterior: una mancha, por detrás de Francisco y antes del bosque. Una mancha oscura que antes no estaba ahí. Me distrajo la cara de Francisco, se lo veía serio, pero el detalle era tal que se apreciaba un brillo en sus ojos, como de satisfacción. Sobre sus piernas había un libro. No lo había visto antes, ¿o sí? ¿Será el libro del que me había hablado su hija? Oscureció y Lilo todavía seguía afuera. Dormir haría que no pensara más en él.
Sabía que estaba soñando porque estaba junto a Francisco, sentada en un sillón de mimbre con Lilo sobre mis piernas. Francisco me observaba como tantas veces lo hice yo antes.
—Hallaste mi diario.
—Sí, ¿qué quería decir con eso de eludir a la muerte?
—Lo logré, ¿sabes? Si quieres, puedo hacerte un lugar aquí.
Lilo ronroneaba feliz sobre mis piernas.
—¿Y qué voy a hacer acá?
—Lo que quieras. Puedes buscar a tu abuelo, jugar… Todo lo que siempre sueñas cuando contemplas mi pintura.
Abrí los ojos. Oscuridad. Me levanté y prendí la luz. Miré el cuadro, la mancha… ahogué un grito entre mis manos. La mancha ahora tenía forma, pude verlo con el mismo detalle de la cara de Francisco. Vi su pelaje oscuro, los ojos amarillos y su collar verde.
Commentaires