El lago
- Paula Uncal
- 31 mar 2022
- 5 Min. de lectura
Ya solo veía las burbujas de aire que dejaba atrás. Las cuatro garras presionaban con fuerza su pierna izquierda. Comprendió que resistirse acabaría más rápido con el aire en sus pulmones. Se dio por vencida. Se dejó arrastrar hacia las profundidades, hacia la oscuridad.
Volver a esa ciudad significaba enfrentarse a sus peores pesadillas, pero Leticia, su psicóloga, se lo había aconsejado casi suplicándole. Al estar frente a ese lago, iba a enfrentarse a aquello que la atormentaba desde hace quince años.
Su sonrisa solía aparecer en sueños y en pesadillas, pero agradecía que todavía la recordaba. “Verito, vení, metete con Miguel y conmigo que no te va a pasar nada”, le decía Javo, y ella se metía sin dudarlo con su mano bien agarrada, rezando para que nada le roce los pies.
La policía lo había calificado como un terrible accidente de niños. Accidente, esa palabra se repetía en la mente de Verónica desde la noche en la que la policía se acercó a su casa de verano y les dijo a sus padres que lo lamentaban mucho, pero que a veces los chicos se agotaban de nadar y no lograban alcanzar la orilla a tiempo. La investigación había durado menos de siete días. La profundidad del lago era un misterio para todos.
Su vida había cambiado para siempre por un accidente. Accidente. Esa palabra... Cuando la policía la interrogó, lo único que les dijo fue que un monstruo se lo había llevado con él. Los policías se habían mirado entre sí y les habían dicho a sus padres que la nena no recordaba nada.
En el viaje de vuelta los padres no dijeron ni una sola palabra. Miguel, el mejor amigo de su hermano y el suyo unos años después, le regaló un anillo con una piedra ovalada. Era negra como su cabello. “A Javo le hubiese gustado que lo uses, lo elegimos juntos para vos, Verito”, dijo Miguel acariciando su cabello y Verónica no hizo más que mirarlo, como flotando. Recuerda la mirada de Miguel, parecía culpa lo que reflejaban sus ojos. Se quedó contemplándolo varios segundos, pero dejó el pensamiento atrás cuando él le susurró: “Yo también lo vi”, y le acarició la cara con su áspera mano de dedos grandes. Verónica abrió los ojos y la boca para decir algo, pero Miguel se llevó un dedo a sus labios y negó con la cabeza.
En los años siguientes, Verónica sintió que funcionó en modo automático. No recordaba mucho ni de los últimos años de la escuela ni del profesorado. Sólo tenía presente a Miguel, quien desde aquel día nunca había querido separarse de ella. Siempre que le preguntaban sobre el accidente, él respondía mecánicamente: “Una tragedia. Éramos pibes, pensábamos que la teníamos clara, pero el lago nos jugó una mala pasada. Un terrible accidente de niños”, siempre respondía lo mismo, como si lo hubiese memorizado. A Verónica le molestaba esa respuesta, pero igual lo miraba y le sonreía. Él le devolvía un guiño.
Cuando estaba ahí, enfrentada al lago que veía cada vez que cerraba los ojos, recordó que no le había mencionado el viaje a Miguel. Solía contarle todo, pero hacía un tiempo ya que sentía que él se había enamorado de ella; y cuando a veces le agarraba la mano o la abrazaba, ella buscaba una excusa para salirse. Aunque tampoco quería alejarse, sólo él sabía lo que había sentido aquel día. Sólo él sabía.
El lago era de un verde apagado rodeado de grandes piedras coloradas. Ella sólo veía el hueco que había en su interior. Leti le había dicho que se meta, que nade, que trate de disfrutar, para que deje de perseguirla aquel temor al agua. Observó su anillo y sintió una puntada de dolor. Se introdujo despacio, el agua fría la envolvía. Nadó hasta el centro y se quedó allí, observando el cielo. Cerró los ojos, la quietud la hipnotizaba. Mientras flotaba, oyó un ruido seguido de un grito que le hizo doler algo dentro. Miró a sus costados, pero solo vio pájaros revoloteando cerca de las rocas. El agua se movía por las pequeñas olas que ella misma formaba. Sacudió la cabeza y volvió a relajarse.
Oyó el ruido, ahora más claro. Era como una piedra chocando con… ¿otra piedra? Sólo sabía que cada vez que lo escuchaba el corazón se le aceleraba. Inspiró y espiró unas cuantas veces, como Leti le había enseñado. Otra vez, la calma se adueñó del lugar. Pero duró demasiado poco, porque algo le sujetó la pierna izquierda. Antes de hundirse, vio unas garras negras que sobresalían de unos dedos verdosos y sucios, vio un ojo tan negro y putrefacto que le provocó náuseas; su cabeza era del mismo verde apagado y parecían salirle mechones de pelo oscuro en algunas partes. Le pareció que la criatura sonreía.
Luchó para desprenderse de esa podredumbre que la atrapaba, pero la sostenía con una fuerza admirable. Se entregó a ella sin más. Sintió que el anillo se le escapaba por la fuerza que generaba el agua. Pensó en su hermano. Se preguntó si habría sentido algo parecido cuando el agua inundó sus pulmones. Un recuerdo afloró de su memoria.
Estaba parada en las piedras, a unos metros de los chicos, los separaba un inmenso árbol y no la habían visto llegar. Estaban discutiendo. Javo estaba flotando en el agua y Miguel parado sobre las piedras. Su hermano le decía a Miguel que estaba loco, que era una nena, que nunca lo iba a permitir. No llegó a escuchar la respuesta del otro. Verónica nunca había escuchado a su hermano hablar así, a ella siempre le hablaba con una sonrisa y los ojos brillando.
—No. Estás demente. Tiene 13 años y vos casi 18. Buscá a alguien de nuestra edad.
—Pero… me encanta, ¿viste cómo nos mira? Como si fuésemos los más inteligentes, los únicos hombres que existen para ella. Voy a esperar a que esté más grandecita, Javo, la voy a cuidar —a Verónica esas palabras le provocaron un escalofrío.
Su cabeza parecía explotar. La criatura seguía arrastrándola a las profundidades, sentía que nunca se acabaría.
—Miguel, nunca voy a dejar que la toques —recalcó el nunca, mientras le advertía con un dedo— No sos suficiente para ella, vos sos un vago. Olvidate de ella, estás enfermo. No te traigo más con nosotros.
Verónica posó su mirada en Miguel. Sus labios ahora eran una pequeña línea, los agujeros de la nariz se abrían y se cerraban sin parar. Su mano agarraba algo con fuerza y la piel del dorso estaba blanca. Caminó unos pasos y salió de la vista de Verónica, el árbol se interponía. Tenía que acercarse al agua para poder seguirlo, pero le pareció ver dos ojos negros que la observaban desde las profundidades. El ruido de una piedra chocando con algo que no pudo descifrar hizo que Verónica mirara otra vez hacia el lago, hacia su hermano. Javo ya no estaba flotando y se asomó para buscarlo en el camino hacia la orilla. Nada. Miguel tenía la mirada perdida en algún lugar hasta que ella le gritó y preguntó dónde estaba Javo. Miguel se pasó la mano por la cara y le dijo que Javo ya no estaba, pero que todo estaría bien. “Fue el monstruo, ¿no?”, preguntó con un hilo de voz.
Verónica abrió los ojos y sus brazos comenzaron a moverse sin cesar, luchando para llegar a la superficie. Tomó una bocanada de aire tan grande que creía que nunca iba a llenar sus pulmones. Miró alrededor y los pájaros volaban lejos. Nadó hasta la orilla y salió caminando con paso firme. Se dio vuelta para mirar el lago, a su vez miró el regalo de aquel hombre, ahora tan lejano y desconocido. La piedra le recordó al ojo de ese ser, que brilló bajo los rayos del sol. Se lo sacó y lo tiró con todas sus fuerzas. Nunca más volvió a mirar atrás.
Mientras se alejaba, tan segura ahora de sí, podían distinguirse cuatro marcas en su pierna izquierda.
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